Faltaban ya pocos
días para que talaran el bosque. Tal vez yo sentía tanto miedo porque sabía que
iban a aserrarme. Pero ese miedo se fue alejando cuando empecé a escuchar
dentro de mí la voz de mi madre. Recordé las palabras exactas con las que me
habló aquella vez, la última vez:
“Prométeme que crecerás alto y frondoso, que sabrás ocupar mi lugar cuando
yo ya me haya ido. Serás un buen árbol: te habitarán pájaros y niños, cobijarás
con tu sombra los sueños de quienes duerman recostados en tu tronco. Y cuando llegue la hora de irte, como me ha
llegado a mí, no temas. ¡Quizá seas tallado por un artesano y te conviertas en
un juego de ajedrez! ¡O mutes en guitarra de la mano de un hábil luthier!
Puedes llegar a
ser muchas cosas: un cofre lleno de cartas de amor, un perchero poblado de
bufandas, un ataúd o una cuna... Nunca llegarás a ser un gran mueble porque
nuestra madera no es muy fuerte, pero no por eso te desanimes”
El recuerdo de mi
madre hizo que me sintiera mejor y mi imaginación voló por las ramas. Pero jamás
creí que acabaría aquí, convertido en cientos de lápices. Como tampoco nunca sospeché
que una niña, cierta tarde, escribiría mi historia con uno de esos lápices,
como si yo mismo se la hubiera dictado.
“Prométeme que crecerás alto y frondoso, que sabrás ocupar mi lugar cuando yo ya me haya ido. Serás un buen árbol: te habitarán pájaros y niños, cobijarás con tu sombra los sueños de quienes duerman recostados en tu tronco. Y cuando llegue la hora de irte, como me ha llegado a mí, no temas. ¡Quizá seas tallado por un artesano y te conviertas en un juego de ajedrez! ¡O mutes en guitarra de la mano de un hábil luthier!