Cuando
estaba en quinto grado de la escuela primaria, tuve que memorizar un poema. El
libro de lectura se llamaba
Travesía
5, y el poema en cuestión, según lo recita veintilargos años después mi
memoria, empezaba así “
Ay, qué disparate/
se mató un tomate/ ¿Quieren que les cuente?/ Se arrojó a la fuente/ sobre la
ensalada/ recién preparada/
Su rojo
vestido/ todo descosido / cayó haciendo arrugas/ a un mar de lechugas” y no
recuerdo más. Era un poema largo. No sé si finalmente logré aprenderlo de
memoria. Pero no quiero hablar del poema. Quiero hablar sobre su autora.
En
medio del ejercicio de memorización, desvié mi vista de los versos y leí Elsa Bornemann. Elsa Bornemann. Elsa
Bornemann. Yo había visto ese nombre escrito en otro lugar. Fui a fijarme. Tomé
de la biblioteca de mi habitación un libro que muchas veces había estado en mis
manos. Era una antología que se llamaba Cuentos
para que los chicos se emocionen y sí, efectivamente, en la tapa del libro,
entre otros nombres, estaba el de esta autora.
Me
gustaba mucho un cuento de ese libro. Lo releía cada tanto. Era la historia de
un niño que observaba a un ciervo para dibujarlo y que un día, el día menos
pensado, siguiendo a su modelo vivo vio como un cazador lo mataba. La primera
vez que lo leí lloré. Y creo que lo releía cada tanto buscando revivir esa
sensación, esa conmoción, ese temblor, que ninguna otra lectura hasta entonces
me había producido. ¿Sería Elsa Bornemann la autora de El día menos pensado? ¡Sí!
Tomé otro libro de la biblioteca,
otra antología. Caramelos surtidos.
Fui derecho a la página donde estaba mi caramelo preferido, el que me
trasportaba al aire levemente, como
empujada por un suspiro. Uno más uno.
Autora: Elsa Bornemann. ¡Qué coincidencia!
Volví al libro de lectura. Leí el
poema. No ya con afán de memorizarlo sino buscando eso que Elsa sabía hacer.
Y sí, ahí estaban las imágenes, la gracia, el ritmo, las rimas.
Me acuerdo que fui a la cocina y,
acodada sobre la mesada, le conté a mi mamá que había descubierto que Elsa
Bornemann era mi escritora favorita. Lo dije con un tono entre orgulloso y
solemne. No sé qué esperaba que me contestara. Yo la había oído varias veces
expresar su predilección por Gabriel García Márquez. Tener mi escritora
favorita era algo importante, era como, no sé, ser más grande.
Lo
cierto es que yo no conocía muchos más escritores. Si bien había leído ya algunos
cuentos, nunca reparaba en los autores. Ningún niño lo hace. Yo supe
siendo ya mayor quién había escrito Pinocho, quién Peter Pan, y dudo que haya
sido meramente por haber conocido en principio adaptaciones de esas novelas
y no sus versiones originales. Lo
primero que disfrutamos los niños son cuentos anónimos, de tradición popular, oral. La
literatura de autor es una cosa de grandes. Y quizá, a esta altura, una cosa de
viejos, una incipiente antigüedad. Pero no quiero irme por las ramas, quiero
hablar de Elsa, la primera que me hizo temblar.
Fue ella
también la primera que me hizo rechazar
una historia. Rechazarla con el cuerpo. Apartar el libro de mi vista, dejarlo a
un costado de la cama, intuir un desenlace demasiado espeluznante como para
seguir leyendo. Pero al rato sí, animarme a leer, habiendo tomado ya la distancia necesaria. Eso me pasó con El nuevo
frankenstein o cuento de pasado mañana, terrible cuento del libro Los desmaravilladores.
Ayer
volví a leer precisamente el cuento que da